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Eric Z. Casaucao


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Una historia de verano

​ Faltaban solo dos semanas para el lanzamiento. Habían prometido un nuevo motor gráfico que revolucionaría la experiencia de cualquier jugador. Incluía nuevos controles, los movimientos iban a ser más naturales, incluso los porteros habían sido dotados de una nueva inteligencia artificial que los haría prácticamente imbatibles.

​ Álex había leído cien veces sobre eso y con cada lectura se reafirmaba ante el reto que supondría ser el nuevo campeón de Liga. Tan solo tenía que esperar quince días más y podría disfrutar del nuevo Pro Evolution Soccer en su Play Station 4. Sin embargo, aquellas tardes de julio se iban a hacer mucho más largas de lo que jamás se hubiera imaginado.

​ Su madre, sin entender muy bien cómo un niño de once años podía pasar tanto tiempo delante de una pantalla, tomó una decisión que irritó a Álex en gran manera.

​ —Álex, ¿has echado la pelota en la maleta? Nos tenemos que ir ya para el pueblo de los abuelos. Sé que un mes es mucho tiempo, pero desde que la abuela se cayó tenemos que ir a cuidarlos —dijo la madre a sabiendas de que una pelota no sería suficiente para entretener a su hijo. Y menos durante treinta días, en aquel triste pueblo alejado de cualquier atisbo tecnológico, donde ella había crecido, sí, pero en otros tiempos. En otra generación.

​ Tras varias horas conduciendo, el paraje se volvía cada vez más inhóspito para Álex y al mismo tiempo más bonito para su madre. Campos cariñosamente cuidados se extendían hasta donde la vista no llegaba. La carretera se iba llenando de tierra conforme se acercaban al pueblo, pero los árboles, incluso los caseríos que quedaban a ambos lados, le otorgaba un encanto que Álex, muy en su derecho, aún no sabía valorar.

​ La primera semana fue la peor. Irritado todo el tiempo, no encontraba forma de llenar aquellos días para que pasaran lo más rápido posible. Cogía el móvil de su madre en vano, intentando funestamente encontrar esa raya de cobertura que nunca llegaría.

​ —Hijo, ven. Te voy a enseñar una cosa a ver si te gusta —dijo el abuelo. Trató de levantarse de la mecedora, pero solo lo consiguió tras dos frustrados intentos— Acompáñame a la cuadra.

​ —¿A la qué? —preguntó Álex arqueando una ceja. Aquella palabra no se la habían enseñado en la escuela.

​ El abuelo soltó una carcajada.

​ —Donde antes guardábamos las bestias. Ahí se echaban a descansar, ¿ves? Yo las cuidaba. Me servían para arar la viña. Ahora ya no queda nada de eso. Ya no tengo ni mulas ni viñas. Ni siquiera tengo fuerzas para… —el abuelo hizo una pausa. Álex pensó que se iba a echar a llorar allí mismo, sin entender por qué— Basta de tonterías. Esto es lo que quería enseñarte. ¿Te gusta?

​ Quitó una especie de sábana, ennegrecida por el polvo, descubriendo una antigua bicicleta. Se la veía vieja, oxidada incluso. Álex lo entendió al instante. Aquella bicicleta no era un regalo que le hubieran comprado especialmente para él. Ni siquiera pertenecía a su época. Aquella reliquia debería estar en un museo. Más acertadamente en la basura. Y su cara reflejó todas aquellas sensaciones.

​ —No la menosprecies solo por que esté vieja, ¿eh? —dijo entreviendo la cara de rechazo del joven— Si quieres podemos limpiarla un poco, arreglarle también algunos pinchazos y luego te das una vuelta con ella.

​ Pasaron dos días juntos haciendo todo tipo de reparaciones. Conforme más tiempo pasaban juntos, abuelo y nieto, más iba cambiando de parecer. Ya no creía que fuera tan vieja, ni tan fea. Le había gustado oír las historias que tenía aquella bicicleta. Había pertenecido a su abuelo incluso antes de casarse. Luego fue su madre quien le dio uso durante su infancia. Y ahora él, al tercer día, la iba a sacar a la calle.

​ Aún quedaban un par de horas para que el sol se pusiera. Álex paseaba por el pueblo sin destino fijo. No sabía por dónde iba pero no le preocupaba perderse. Había completado ya dos o tres vueltas al pueblo y siempre volvía a casa de sus abuelos. La diversión pasaba por meterse en calles cada vez más recónditas y salir de ellas airoso. Algunas abuelas, sin duda lo eran, le miraban extrañas a través de las ventanas. Álex seguía en su mundo, pedaleando, inventando historias de persecuciones, de bombas que explotaban, de velocidades y derrapes. De repente, al girar una calle, justo detrás de una casa con las paredes de piedra, tuvo que frenar en seco para evitar un accidente. Aún así perdió el equilibrio y se cayó raspándose buena parte de rodillas y manos. Una niña, probablemente de su edad, estaba sentada en la calle dibujando con tiza en el suelo.

​ —¿Qué haces ahí? ¡Por poco te pillo! —gritó Álex muy enfadado, recuperándose aún del susto.

​ —¿Qué haces tú? ¡Tonto! A ver si miras por dónde vas. No puedes correr tanto.

​ Ni siquiera oyó el insulto. Las heridas, que empezaban a sangrar, no le dolían. Aún tumbado, con un pierna metida en el cuadro de la bicicleta, Álex creyó ver a la niña más bonita de su vida. Casi cuando ya había recuperado el pulso, su corazón empezó de nuevo a bombear cada vez más rápido. Por otro motivo esta vez.

​ En aquel momento, y por todo el resto del verano, dejó de acordarse del nuevo motor gráfico. De la nueva inteligencia artificial de los porteros. De si sería capaz de quedar el primero en la Liga. Dejó de acordarse de los días que quedaban para el lanzamiento. Durante esos días, solo quería salir a pasear con la bicicleta por las calles del pueblo, deseando encontrarse de nuevo con aquella niña. No quería que se acabaran aquellos días, ni aquella historia de verano.